Artículos de opinión
Mi realidad como emigrante: una leona de dos mundos
Por Montserrat Ramos Mon
Catedrática de Publicidad y publicista en Uruguay
En el año 1957, con casi 6 años, me desarraigaron de mi lugar en el mundo, una pequeña aldea llamada Cordido, en los confines de Lugo. Fue una experiencia llena de incertidumbre, sentimientos de abandono y morriña. Cruzamos el océano Atlántico mis hermanos y yo en compañía de un tío. La desolación era absoluta, sin padres y en compañía de un tío que nunca habíamos visto, con 6, 8 y 11 años. No sé si ese sentimiento es peor en la edad adulta o en la que me tocó; siento, sin embargo, que siempre viene asociado a un enorme sentimiento de pérdida y yo nunca he podido desligarme de eso. Recuerdo soñar -despierta y dormida- con retornar, pero eran épocas complejas donde la situación económica no era buena.
A los 16 años ingresé en la etapa pre universitaria y mi padre me ofreció regalarme el viaje a España si lograba ingresar en facultad sin perder ningún año. Esto se volvió mi objetivo y llegué a cambiar de carrera, estaba cursando para ingresar a Notariado y tuve un escollo en matemática y decidí rendir biología para cursar Derecho, lo que me abría la puerta de iniciar la universidad sin retraso. Después de ese periplo, ingresé y al siguiente año emprendimos el viaje hacia mi sueño. En esa época se viajaba mayormente en barco y así llegamos a Barcelona en el Augustus, un barco de origen italiano.
Cuando pisé suelo español, la alegría era tal que no podía parar de llorar y mi impulso primario fue arrojarme al suelo y besar la tierra. La vergüenza me ganó y no pude dar rienda suelta a ese impulso. Estuve allí de mayo a diciembre de 1970 -la mayor parte del tiempo en Galicia- y recuerdo un sinfín de ocasiones en que evitaba pestañear para no perder la visión del paisaje y llevarlo guardado en la retina para cuando la distancia me volviera a ganar.
Regresamos en el Cabo San Roque desde Vigo. Mi padre estaba cansado y se fue al camarote a dormir; me bajé tres veces del barco con intención de quedarme. Resolví que no porque si lo hacía mi padre se iba a bajar en Lisboa para venir a buscarme y se me iba a complicar y, por otra parte, yo aún no tenía ninguna habilidad como para trabajar y mantenerme.
Una vez en Montevideo, seguí con la facultad y, simultáneamente, realicé un curso de secretariado de dos años e ingresé a trabajar con el objetivo de reunir dinero para volver. A fines de 1974 y con dinero suficiente para mi objetivo, renuncié al trabajo con el firme propósito del viaje. Tuve que someterme a una pequeña intervención quirúrgica y mi padre -que no quería que me fuera- aprovechó la circunstancia para invertir mi dinero y eso abortó mi plan.
Hoy tengo tres hijos y dos nietos y el retorno ya no es una opción, pero mi corazón siempre ha estado dividido y me siento española en el alma y agradecida a Uruguay por haberme dado todas las oportunidades de desarrollarme profesional y emocionalmente.
Y pasa algo muy curioso, esa dualidad que siento la ven los demás y en Uruguay a mí me dicen la gallega y cuando estoy en España, me dicen la americana. Esa es una complejidad adicional con la que cargamos los emigrantes; nadie nos reconoce cien por ciento como un par y eso siempre me hace pensar en la película La leona de dos mundos.